28 de diciembre de 2007

REFLEXIONES DESDE LA CAPITAL

Ya ha pasado un tiempo prudencial desde que llegué allá por septiembre a Madrid y, como en todo cambio, siempre hay cosas que te chocan al principio y que al cabo de un tiempo se vuelven cotidianas. Por esta razón, éste puede ser un buen momento para anotarlas y dar buena cuenta de ellas, pues pronto caerán en el olvido y la indiferencia.

En primer lugar, lo que más le llama al forastero la atención al llegar a Madrid es que los palomos no se asustan de los viandantes que recorren sus transitadas e intransitables calles. Ya puedes irte derecho para uno de ellos que el hijoputa no se va a mover del sitio; en todo caso hará un escorzo para esquivarte y mirarte de reojo con aires de superioridad y grandeza.
Raro debe ser lo que se respira en este plomizo aire, pues cualequiera de esta raza de palomos superiores intelectualmente a la media serían espectadores de excepción en la más intrigante y angustiosa película de Hitchcock.

Otra cosa que llama poderosamente la atención es la extrema afición a la lectura de los madrileños en sitios inverosímiles: el metro, el bus, andando por la calle... Ya seas madrileño oriundo o vengas del quinto carajo, lo primero que haces nada más aterrizar aquí es cogerte un libro, a ser posible el más rebuscado de tu repertorio, y ponerte a leerlo en el sitio más incómodo posible.
Lo realmente cómico del asunto es que, a pesar de la sobredosis de lectura, no he escuchado mayor incoherencia e incorrección en el hablar en todos los años de mi profana vida, yo que me vanaglorio de haber visitado canchas tan míticas como Montalbán, Moguer, Trebujena, Lebrija, Marinaleda, Montemayor y otras por el estilo.
Porque una cosa es sesear, cecear, jejear o comerse terminaciones de las palabras (en un ejercicio de economía del lenguaje digna del más erudito de los escritores todos); y otra muy distinta es el leísmo y laísmo generalizados, que a mí me dan mucho que pensar y me obligan a mucho que callar.

Luego están los bares, muy variados ellos, pero con un denominador común que cualquier día va a provocar que tenga un altercado con un camarero, así como en su día lo tuve en Sevilla cuando me pintaron con tiza en la barra lo que valía la cerveza que me acababa de pedir.
Y es que una cosa es tener la mente abierta a otras culturas y otras maneras de pensar y otra muy distinta es que te toquen los cojones, porque ya me explicaréis a mí qué coño significa que te estén echando una cerveza, dejen un rato el grifo abierto vertiendo su sacro contenido fuera del vaso y luego saquen una especie de palustre y quiten la espuma sobrenadante, teniendo como resultado una cerveza tan absolutamente espesa que se puede masticar.
En fin, que lo que uno hace es templar el genio y pedir botellines, que al igual que el tubo o caña (que no hay palabra que me dé más coraje escuchar que esta última... una cerveza, coño) vienen con tapa, que puede variar desde el más suculento de los manjares hasta las croquetas frías que pone mi amigo el chino de Leganés.

Los chinos, un descubrimiento de Madrid, al igual que los subsaharianos, sudamericanos, europeos del este y moros: un crisol de culturas sin parangón. Pero hay un especimen que habita las calles de Madrid que está de más: las bandas latinas, que no son aurigas romanos ni nada por el estilo, sino una agrupación de los más descerebrados de los portorriqueños y dominicanos todos y que no sería otra cosa que el equivalente a los canis en Sevilla, pero, eso sí, más peligrosos y con menos gracia; porque mira que tiene poca gracia un cani, pero menos tienen éstos.
Llevan una ropa realmente ancha y hortera, unas gorras horribles, cadenas, cómo no, y la música bien alta (reguetón de mierda de ese).
Además, hablan un dialecto incomprensible (y que lo diga yo), de los de polvorón en boca, y suelen estar continuamente chocándose la mano con bastante chulería y andando como si se hubieran cagado encima.
Una escoria a la que hay que evitar a toda costa.

Y qué decir de la conducción. Las pocas veces que he cogido el coche para ir a Madrid (y menos que van a ser a partir de ahora) han sido para ir, dejarlo aparcado todo el tiempo y volverme.
Porque en Madrid y alrededores se sabe cuándo uno entra en una rotonda, pero no se sabe cuándo ni cómo se va a salir.
Hay que ir mentalizado de que hagas lo que hagas vas a recibir una pitada digna del mismísimo Figo y te vas a ver rodeado de coches que circulan mucho más rápido que tú a los cuales les molestan todos y cada uno de los que se encuentran a su alrededor, teniendo por consiguiente un embuclamiento de molestias cuyo límite tiende a infinito a la vez que tu esperanza de salir de allí con vida tiende a cero.
Lo mejor de todo es que la misma gente de allí se consideran conductores ejemplares, no como los peligrosos habitantes de provincia que provocamos accidentes por nuestra conducción excesivamente lenta y temeraria, que no es sino ir a cincuenta en ciudad e ir a ciento veinte en autovía.

Y por el momento nada más, ésto sólo son curiosidades que hay que entenderlas con el debido sentido del humor porque, en honor a la verdad, he de decir que el trato recibido hasta el momento es excelente y, aunque añoro mi querida tierra cada día que pasa con más ahínco, el estar rodeado de buena gente hace que mi estancia aquí sea mucho más llevadera.

Hasta la próxima entrega desde Madrid: el sumatorio de marrones.

2 comentarios:

pedrowebsite dijo...

Muy buena reflexión, pero que pasa con los Amigos, o con la tarifa plana, o los bocatas de calamares, o con tu odisea del 11 de Octubre junto al Pirulí??? jeje Un saludo y a ver si pronto nos pegamos otro homenaje por la capital ...

Anónimo dijo...

Tienes toda la razón... y todo el arte der mundo.. eres un crack!!! y ya sabes que te espero para tomar una servesita.